El temblor de la arquitectura

por Gabriel Magalhães

 

Todos los seres humanos sentimos la arquitectura. Este sentimiento –que es una auténtica pulsión– forma parte de nuestra naturaleza. Estamos ante el mismo instinto de los animales cuando descubren su cueva o excavan su madriguera y en ellas se cobijan. La misma emoción, también, de un pájaro edificando su nido. Básicamente, nuestro ADN busca esa segunda piel a la que llamamos casa. Este artículo, escrito por alguien que no es arquitecto, parte mucho más de ese sentir humano que de un conocimiento teórico sobre estos temas.

El siglo XXI ha arrancado con Occidente temblando. No acabamos de salir de ese temblor. Nos hemos transformado en ciudadanos de la incertidumbre y, en cierto sentido, del desánimo. Todo a nuestro alrededor, aun los más básico, se está transformando en un problema: la demografía, el desarrollo económico e, incluso, la propia naturaleza. Nada es ya seguro, ni siquiera el sol o la lluvia de cada estación.

Y, curiosamente, en este horizonte de crisis casi permanente, elementos arquitectónicos, obras de arquitectura han estado presentes, como protagonistas, en el devenir de los hechos. Todo empezó con la caída de un muro, en Berlín, en 1989. Eso le dio al mundo un giro nuevo. La tensión entre el Occidente capitalista y el comunismo oriental se evaporó, y el planeta se abrió a nuevos rumbos.

Uno diría que Occidente había salido victorioso, pero, algunos años después, nos dimos cuenta de que el sentido de la Historia iba por otros derroteros. En los atentados del 11 de septiembre del 2001, vimos hasta qué punto eran frágiles nuestros estandartes. Y ahí de nuevo la arquitectura desempeñó un papel principal: las Torres Gemelas de Nueva York se transformaron en los pendones rendidos ante la salvajada terrorista.

Por otra parte, no es posible disociar la crisis financiera que se desencadena en el año 2008 del edificio de Manhattan, en la Séptima Avenida, donde estaban situadas las oficinas del banco Lehman Brothers, que daba, por aquel entonces, nombre a ese inmueble. Todo el mundo vio a los funcionarios bancarios salir de esa construcción, que era como un castillo de riqueza, cargando cajas de cartón con sus pertenencias.

Y, ahora, después de tantos desastres, el coronavirus ¿Cambiará esta enfermedad la arquitectura occidental y planetaria? Creemos que no. Lo que se está transformando es la decoración de los espacios: todo se llena de superficies divisorias –de barreras, de escudos–, dando origen a un curioso laberinto de separaciones. Le estamos poniendo mascarilla a los lugares. Y uno se va transformando en un ratoncillo trotando por esos pasillos sanitarios.

No obstante, esta secuencia de acontecimientos disfóricos, que comienza en el año 2001 y a través de los cuales Occidente ha descubierto su terrible debilidad, eso sí puede transformar la creación arquitectónica de una manera decisiva. ¿La tendencia será un regreso a las construcciones fortificadas de la edad media? ¿Edificios enclaustrados en su propia burbuja de seguridad? ¿Construcciones que vayan filtrando sus accesos progresivamente, como si fueran un juego de ordenador, en el que vamos pasando de nivel en nivel? En realidad, nuestros aeropuertos ya cultivan esta clausura gradual.

Es probable que en los edificios se refleje, de un modo u otro, la fragilidad, el recelo de esta época. El temblor del mundo occidental puede dar lugar a una arquitectura temblorosa. Un arte arquitectónico que, por otra parte, deberá preocuparse con el mundo natural: cada nueva construcción tendrá que definir con mucha precisión su código de conducta en lo que respecta a la naturaleza. ¿Volveremos a la casa de la cascada de Frank Lloyd Wright? ¿O todo será un virtuosismo técnico, con abanicos de paneles solares y una ecología planteada como una ecuación matemática? La verdad es que las nuevas construcciones deberán cobijar al hombre, cuidando también del medio ambiente.

Y ¿cómo se proyectarán los nacionalismos que renacen en Europa en lo que futuramente se edifique? ¿Caeremos en la tentación de revivir y reivindicar arquitecturas del pasado? Sería curioso un patriotismo arquitectónico patrocinado por ese gran cliente que es el Estado, pidiendo espejos para sí mismo. Construcciones como banderas. Algo que tantas veces ha ocurrido a lo largo de la Historia y que ha generado, incluso, muchos monumentos grandiosos. Resultaría extraño asistir a la aparición de los Escoriales de nuestro cansancio.

En fin, ignoramos cómo será la arquitectura del porvenir. Ni siquiera sabemos si surgirá en el horizonte algo dotado de dignidad y de alegría suficientes para que le podamos llamar, realmente, futuro. La figura del arquitecto corre, incluso, un cierto riesgo de transformarse en un elemento más, deleznable, del proceso económico de la construcción. Exactamente como la figura del director se está evaporando, desvaneciendo en esas máquinas visuales de realizar capital que son las películas. El arquitecto dejaría, pues, de ser un creador, para devenir el primero de los esclavos. Algo así como un mayordomo o un capataz de la servidumbre.

No obstante, pensamos que hay dos palabras que serán las claves de los tiempos que vendrán: libertad y naturaleza. De hecho, en un mundo donde se van imponiendo los autoritarismos suaves de sistemas como el chino, el ruso, el turco, con grandes potencias presididas por políticos que adoptan esa misma línea despótica y chillona, gente de cuyo nombre, por cierto, no queremos acordarnos, una arquitectura que afirmara la libertad humana, que le diera un espacio a cada persona para ser lo que es sin coacciones, podría realmente encandilarnos. Y lo mismo pasaría con construcciones capaces de firmar un tratado de paz con la naturaleza, tan maltratada. En el porvenir, los rascacielos deberían acariciar las alturas.

Vivimos, por lo tanto, un tiempo de incertidumbre, y nuestra arquitectura también presenta ese mismo temblor. Qué extraña época esta, en la que casi todo lo que se hace al mismo tiempo parece que se deshace. No obstante, si encontrara plantas de libertad, alzados de ecología, el arte arquitectónico podría ayudarnos a reconstruir las ruinas de nuestro futuro. Pero, para ello, tendrá que decir no a la tentación del muro, a la obsesión de la muralla, sorteando una lógica de castillos y fortalezas, de celebraciones nacionales, para darle al ser humano espacios, lugares, donde cada uno tenga el derecho de descubrir su propio camino.